domingo, 30 de octubre de 2016

La misteriosa desaparición de Helena



Toco a la puerta. María me recibe diciéndome que no podremos ver películas en su casa. Propone que vayamos al cine, o a cualquier otro sitio. Está preocupada por su abuelo. Por primera vez le importa la senectud del papá de su papá, un anciano que vive con ellos desde que enviudó.
-¿Recuerdas que antes no hablaba nada? Ahora lleva tres días repitiendo el nombre de Helena a toda hora.
-¿Tu abuela?
-No, nadie en la familia se llama así. Vaya, ni siquiera tenemos alguna conocida con ese nombre.
-¿Y luego?
-Mis papás le preguntan quién es pero no responde nada, parece ido. Solamente repite el nombre y ya.
-¿No serán delirios de viejito?
-No lo creo. Van dos noches seguidas que me asomo a su recámara para ver si está dormido y le dice a la tal Helena que pronto irá a buscarla, que ya es momento. Algo me dice que…
Evita ahondar más en el tema y va por las llaves del coche. Mientras espero en la puerta, su abuelo voltea a verme desde la sala dándome lo que interpreto como una orden: “Vamos por Helena”.
Buenas noches, cariño
Cae un aguacero que asusta, que azota la tierra. Helena y Leonardo están todavía muy lejos del hotel, sin señal de vida a la redonda. La reja semiabierta de la parroquia del pueblo se agita con fuerza, como invitándolos a abrirla por completo para ingresar al templo.
-¡Mira! Desde aquí veo que la puerta de la iglesia está abierta. Vamos y esperamos adentro hasta que se calme la lluvia, o sea hasta que amanezca.
-Pero Helena…
-No seas miedoso, no pasa nada.
-Si el cura está despierto nos puede correr. Hasta nos puede acusar de rateros o algo por el estilo.
-No pasa nada. Vamos.
Abren la reja, corren hacia la puerta del templo y cruzan. La poca luz que emiten veladoras y cirios que permanecen encendidos sirven para que Helena no choque contra una mesa de madera que sostiene un relicario de cristal. Sirven para que Leonardo observe de reojo las imágenes religiosas que parecen guardianes de aspecto macabro.
-El aguacero va para largo, así que creo dormiremos aquí.
-¿Estás loca? Por nada nos dormimos aquí.
-Jajajajaja, tú y tus miedos. Chillón.
-Mira bien a los santos, nos están viendo. Además, ve tú a saber si abajo del templo hay un panteón o mazmorras con espíritus de gente asesinada hace siglos.
-Jajajajaja, el loco es otro. Las bancas son grandes, así que cabemos los dos en una.
Se sientan en una de las bancas cercanas a la puerta. Leonardo está muerto de miedo. Helena contempla la imagen de una virgen que ofrece ternura con el rostro, pero que llora sangre. Helena se recuesta colocando su cabeza en las piernas de Leonardo.
-Cariño, muero de sueño. Como sé que ya te sugestionaste, apuesto que no vas a dormir, así que cuídame de esa virgen que nos observa, no se le vaya a ocurrir que quiera que le limpie las lágrimas. Jajajajaja, buenas noches.
En un tris, Helena se duerme. Leonardo se obliga a pensar en un sinfín de cuestiones para distraer la mente de su sugestión. Elige pensar en el cuerpo de Helena cuando se bañan juntos, en los pendientes de trabajo, en el viaje sorpresa que le quiere regalar a Helena en su cumpleaños. Un ruido irrumpe su pensamiento.
Buscando a Helena
El cine ha quedado en el olvido. María y yo tratamos de descifrar lo que nos repite su abuelo. “Vamos por Helena”. “Templo”. “Pueblo”. “Santos”. Es imposible.
-Quizá tu abuelo quiere que vayamos a la iglesia para confesarse.
-Sería raro porque él no es creyente. Abuelo, ¿vamos a la iglesia? ¿Quieres ir?
El anciano asiente con la cabeza. Sin avisarle a los papás de María lo subimos al coche para ir a la parroquia más cercana, un templo modernista que tiene más pinta de inmueble para oficinas que de recinto religioso. Entramos y la catarsis se apodera del anciano: su faz avejentanda transforma las arrugas en rasgos de ira, pánico y culpabilidad. “Aquella noche en ese maldito pueblo perdí a Helena. Te perdí, Helena. Te arrancaron de mí. Prometí que te encontraría, lo haré”.
Ya no estamos junto a un anciano, sino con un hombre rejuvenecido que quiere encontrar al gran amor de su vida, a la mujer que encapsuló en su memoria hasta ahora que nos cuenta quién es ella y qué ocurrió aquella noche en el maldito pueblo. Sin pensarlo dos veces, los tres abordamos el coche para ir al pueblo.
Los ruidos extraños
Leonardo se niega a voltear. El ruido lo escucha cada vez más cerca, un ruido ligero y extraño, como si algo arrastrara una caja, como si alguien arrastrara un par de zapatos con suelas de cartón.
-¿Quién anda ahí? Quien quiera que sea, le juro que no somos ladrones de arte sacro. Nos metimos por el aguacero, nuestro hotel queda muy lejos. Estaremos aquí hasta que amanezca.
Nadie le responde. Helena está tan dormida que ni se inmuta con el temor oral de Leonardo. Por el contrario, el ruido se aproxima todavía más. Y lo que es peor: se duplica, se triplica.
-¿Quién es? Carajo, ¿quién es?
Para tranquilizarse, Leonardo pone a trabajar con angustia su mente creyendo que lo que escucha es producto de su sugestión. El ruido, los ruidos, han desaparecido.

Se mece los cabellos cuando siente que le tocan el hombro. No sabe si gritar o voltear. Opta por voltear. Uno de los guardianes macabros ha dejado de ser estático; el santo pronuncia “Leonardo”. ¿La imagen religiosa cobró vida y se bajó del pedestal? Sí, lo hizo. Y Leonardo no sabe si gritar, suplicar un infarto o echarse a correr. Opta por correr.
-¡Helena!
Se acuerda de Helena ya que ha corrido hasta la reja principal de la parroquia. Regresa por ella adentrándose en un templo carente de imágenes religiosas. Ninguna está en su pedestal, incluyendo a la virgen. Helena tampoco está en la banca donde se quedó dormida.
Camino al maldito pueblo
La busqué por toda la parroquia sin encontrarla. Desperté al cura que estaba dormido en una habitación contigua al atrio. Le conté lo que pasó, entramos al templo y las imágenes estaban ahí, pero Helena no. El cura y las autoridades del pueblo me tildaron de loco cuando reporté su desaparición. Los padres de Helena también me consideraron fuera de mis cabales y tuve que salir huyendo de la ciudad para que no me metieran a la cárcel o me encerraran en un manicomio. Nadie me creyó pese a ser real que Helena había desaparecido. Algo me dice que sigue ahí, en ese maldito pueblo. Así sea cadáver, la voy a encontrar.
El hallazgo de Helena
Estamos en el templo del maldito pueblo. El abuelo de María ya no tiene el miedo que lo sacudió siendo joven aquella noche, sin embargo, nosotros sí. Es de noche, cae un aguacero y unas cuantas veladoras encendidas iluminan el lugar. Nos sentimos rodeados y observados por los guardianes macabros y estáticos desgastados por el tiempo.
-Fue en esta banca.
El anciano se sienta. Revive, recrea lo sucedido aquella noche en aras de que el recuerdo le brinde pistas para dar con el paradero de Helena. Vuelve a tenerla dormida entre sus piernas, vuelve a escuchar el ruido, vuelve a sentir la manita que lo tomó del hombro, vuelve a observar y escuchar la imagen religiosa que pronunció su nombre. Nada nuevo. Se incorpora de la banca para reinventar con paso lento la carrera que pegó con el susto.
Un momento. Se había olvidado del primer detalle en la cadena del miedo: la virgen que contempló Helena. Regresa a la banca, se sienta y voltea hacia la virgen que miró Helena esa noche.
-¡Helena!
Allí sigue la virgen, o mejor dicho Helena, con un rostro que ofrece ternura y llora sangre. Allí, en su pedestal, se halla la desaparecida convertida en una imagen religiosa. Allí, una mujer-estatua que derrama frescas lágrimas rojas.
No sabemos qué hacer los tres. ¿Correr, gritar o suplicar un infarto? El hallazgo de Helena nos aterra a María y a mí, no así a su abuelo, quien sí coincide en nuestro horror cuando vemos que los guardianes macabros y estáticos ya no están en sus pedestales.
Escuchamos ruidos, ruidos extraños y ligeros. María y yo optamos por correr. El abuelo se queda frente a la virgen.
Nadie nos creerá sobre la desaparición de su abuelo.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario