jueves, 27 de octubre de 2016

Total, toda la culpa es mía





Alguien le metió la idea de que vine a quitarle el trabajo, de que la van a despedir para dejarme su lugar. Convencida de que es cierto, sugestionándose al grado de considerar que soy un tipo que muere por culminar el resto de sus días como recepcionista de hotel, ha decidido tratarme como si fuera su peor enemigo. 

Pese a que otro compañero le explicó que estaré como apoyo únicamente durante temporada alta, ella jura y perjura hacia sus adentros que mi objetivo es tumbarle el puesto en la recepción. Nada ni nadie la saca de su creencia, así que desde el primer día hace notar que no soy bienvenido. Dándole lo mismo si hay huéspedes por atender, me grita frente a turistas extranjeros para precisar que las tazas en la mesa del café “deben ser muchas y no pocas”, así haya muchas. Como la ignoro, más se enoja. Hace gestos de malestar, gruñe. Tan molesta está que hasta amenaza con decirle a la jefa que “había pocas tazas y no muchas”. 

La pareja argentina que ha atestiguado la escena opta por guardar silencio y retirarse con discreción. En una de esas también les toca regaño.


Todo es mi culpa 

Haga lo que haga, o incluso lo que no haga, le parece mal. Si respiro, mal. Si tomo agua, mal. Que si voy al baño, me cuenta las veces que voy al baño. Que si bebo café, me cuenta las tazas que tomo. Peor aún, si algo malo acontece en el mundo o en su vida diaria, el culpable soy yo.  

— Aggrrrrrrr, la lluviaaaaaaaa. 

Estalla con coraje hacia mi persona porque empieza a llover. Tenía planes, pero resulta que se los eché a perder porque llueve por mi culpa. Sin darse cuenta, lo único que logra es fomentar la broma colectiva; personal y huéspedes hasta se mofan de su actitud hacia mí: "¡El dólar subió por tu culpa, Leo!". 

Me acusa y reporta por todo. Critica y cuestiona lo que haga o deje de hacer. Desea sacarme de quicio, busca la confrontación, quiere hacerme explotar. Creativa, eso sí, se las ingenia para detectar detalles de suma intrascendencia para luego darles valor de “problemas graves” aunque no lo sean. 

—Enferma vine a trabajar, y él por allá aprovechando su descanso en lugar de cubrirme. 

Claro, según su visión, es terrible que descanse en mi día de asueto. “Falta de compañerismo”, le llama ella. Aparte hay que agregar que se enfermó por mi culpa. Todo lo malo es mi culpa. 

Tras confirmar que nomás no cedo a su furia, además de mostrar signos de agotamiento en su propósito de despreciarme, ya cansada, recurre a lo poco que le queda de gas para ver si logra hacerme desatinar un poquito. 

—El café que preparas es horrible, una porquería. 

Aunque no lo haya preparado yo, soy el causante del mal sabor. Me aguanto la risa, y a la vez me sorprende que siga empecinada en tratarme mal cuando ya falta poco para culminar con mi periodo como recepcionista. 

Cansancio de la ira 

Ya no pudo más, ha dado lo mejor de sí.  Sus esfuerzos por intentar desquitar conmigo sus temores a perder el empleo la han agotado. Se rinde al grado de que ya no le perturba el hecho de que charle con los huéspedes, algo que le irrita sobremanera porque quién soy yo como para ponderar el trato con la gente por encima del orden impecable en la mesa del café. 

Considera que es momento propicio de tomar vacaciones, de relajarse. Solicita los días que por derecho le corresponden.  Se me pregunta si puedo cubrirla, lo que implica prolongar por dos semanas mi adiós al hotel. Acepto, digo que sí. Cuando ella regrese, ya no estaré ahí. Dejaré de ser el recepcionista temporal y ella continuará con trabajo. También puedo asegurar que pegará tremenda rabieta cuando vea que en la mesa del café en recepción hay pocas tazas, no muchas, pese a que haya muchas. “Agrrrrrr, las tazaaaaaas”, ya la oigo.

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