En charlas playenses suelen aflorar nostalgias al compás de unas copas. El momento se convierte en la gran oportunidad para poder compartir pasajes o anécdotas que por alguna extraña razón guardamos o evitamos con nuestros seres queridos. Quizá, simplemente quizá porque creíamos que se olvidarían con el tiempo. No fue así.
Aquí mi turno en la conversación.
Galeano y una calma en la tempestad
Me despierta un ligero movimiento en mi hombro acompañado de una voz que pronuncia “joven, joven”. Con el cuerpo adolorido por dormir descompuesto en las incómodas sillas del hospital, me incorporo para preguntar qué pasó, qué ocurre ahora. En los últimos días, cada vez que alguien se aproxima a mi persona, fluyen puras malas noticias. Desde el parte médico que aborda cómo se estanca el deceso anticipado de papá cada 24 horas hasta los corteses avisos sobre la aproximación de fechas de pago, todo lo que escucho es caos para mis oídos, para mis entrañas.
-No se asuste. Perdone si me atreví a despertarlo, pero aquí le traje esto.
Es el mesero de la cafetería que se encuentra al interior del hospital. Hace algunas semanas todavía me atendía en las mesas, todavía podía darme el “lujo” de ser su cliente pidiéndole café y pan. Me entrega una bolsa, lo hace sonriéndome. Les hablo de una sonrisa genuina, la sonrisa de un hombre que se siente bien por saber dar. Mayor aún cuando lo ha pagado de su bolsillo.
-No es mucho, pero al menos sirve para calmar el hambre. Buen día.
Antes de comenzar sus labores vino para dejarme una bolsa en la que encuentro un café, una dona y un sándwich. Atónito, con las piernas temblorosas por culpa de calambres, me dirijo hacia él. Ingreso a la cafetería para preguntarle con pena, sí, con pena, con la pena de alguien que no sabe recibir, “por qué lo hace”.
-Porque tienes hambre-, responde contundente.
Comienza a describirme cómo he sido en las últimas semanas, cómo ha sido el desasosiego transparente. Narra lo que sus ojos han observado en torno a la situación de papá y mi andar ante las circunstancias, ante la tormenta de una enfermedad y una vida llena de historias inconclusas como ocurre con el viejo. Cada palabra que expresa es una daga para mí, una afrenta para la muralla en que me he convertido. En el fondo, muy en el fondo, agradezco que, sin él saberlo, me haga valorar que no todo es tempestad. Invita a que me quede en la cafetería para disfrutar sándwich, café y dona en lo que llega mamá para relevarme en la guardia.
Me percato que en su delantal esconde un libro, 20 poemas de amor y una canción desesperada. Por un instante me olvido de mi mundo para adentrarme en el de él. Lee a Neruda porque se lo recomendaron, porque le dijeron que era digerible,“bien padre”. Admite que la poesía no le gusta mucho, que en sí leer es un hábito que le llega a dar pereza, sin embargo se esfuerza en disciplinarse. Poco a poco le agarra el gusto.
-Mi esposa y yo vamos a ser papás. No quiero que mi hijo tenga un papá que no sepa leer.
-¿Va aprendiendo a leer?
-Leer ya sabía, pero jamás fui de agarrar libros. Lo hago ahorita porque le leo a mi esposa y a su panza, al bebé pues.
-¿Le gusta el futbol?
-Sí, bastante. ¿Por qué?
Saco de mi mochila el libro Futbol. A sol y sombra, de Eduardo Galeano. Se lo doy.
-Es suyo.
-¡No, cómo cree! Lo del café lo hice por gusto…
-También lo hago por gusto.
-¡Está bien padre! Llegando a casa se lo leo a la panza.
Mamá ha llegado, tengo que irme. Mi viejo, quien se encuentra en estado de coma desde hace meses, ya no escuchará los relatos de Galeano. Muy de acuerdo estaría en que mejor sean leídos para alguien que viene en camino y no para alguien que va de salida, pero sobre todo que sean leídos por alguien que disfruta lo que lee.
Me despido del mesero agradeciéndole lo que ha hecho por mí. Me despido asomándome a la calma en plena tempestad.
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