miércoles, 28 de septiembre de 2016

Los chocolates de Poulain



Una vez en el aire, todo se esfuma.  O eso es lo que se cree.

Abordamos el avión. Mi acompañante observa que saco una bolsa de chocolates de la mochila y pide que le obsequie uno. Le digo que sí, pero que por favor espere hasta que despegue la aeronave.

-¿Quién te los dio?
-¡Amélie Poulain!

Exagero contándole con entusiasmo de merolico que fue regalo de alguien que no conoce, de alguien que se asemeja al personaje femenino de la película dirigida por Jean Pierre-Jeunet. Le hablo de una chica risueña, guapa, noble, sumergida en su benévolo mundo, un mundo de diversas locuras que para ella son complejidades de carácter, y para mí fragmentos de una personalidad inquieta y fascinante que posee.

-Jajajaja, estás loco. Anda, ya despegamos, dame un chocolate.

Por supuesto no me ha creído. Le doy un chocolate, lo devora, se relaja y cierra los ojos porque el viaje de regreso a casa permite dormir aunque sea un par de horas. Mientras tanto, yo apunto la mirada hacia la ventanilla para sellar el retorno a mi hogar, Playa del Carmen. Acto seguido coloco audífonos en mis oídos para extraviar el pensamiento con la música almacenada en mi móvil. Con calma saboreo y trituro los chocolates restantes para cumplir así con la promesa hecha a la señorita que me los dio el día anterior. “Te los comes hasta que estés en el avión”, sentenció con una sonrisa estilo Poulain. Contemplo las nubes. Claudico y atiendo al pensamiento.

Hay historias que no merecen punto final.

Ya que mi acompañante se ha dormido, y no me creyó, se la comparto a usted lector. ¿Estamos? Conocí a una Amélie Poulain de carne y hueso, nada de ficción. Si usted quedó cautivado por la interpretación de Audrey Tautou, imagínese cómo es la sensación cuando un personaje real similar logra el mismo impacto, si no es que lo supera. Está bien, no me lo diga, siéntalo.

Por azares del destino, sí, vamos a responsabilizar al destino, nos conocimos. No tiene idea de lo agradable que resulta para un hombre con pasado rocoso atreverse a reír, sincerarse y disfrutar de pequeñas cosas desconocidas, u olvidadas, con una dama ajena al patrón de estándares conocidos o dominados según las experiencias vividas por un tipo con tramo recorrido sobre campos de guerra. Mejor aún cuando, sin ella saberlo, me hizo caminar por calles que antaño fueron gratos instantes de juventud y no estaban en mis planes transitar. No tiene idea de lo que significa doblegar el dolor para poder dimensionar lo bello que es vivir gracias a pasos lentos, pestañas hermosas, charla amena y sueños contagiosos. Vaya, como lo plasma Arundhati Roy en su novela El dios de las pequeñas cosas. No tiene idea…

Tal dicha conlleva un riesgo.

Permítame preguntarle cómo reaccionó cuando terminó la película Amélie. Seguro quería volver a ver el filme, volver a ser partícipe en las andanzas de Poulain. Bueno, la ventaja que ofrece el cine con una película hoy día es que puede perdurar, es repetible y se puede conseguir con facilidad. La realidad es distinta.

Quisiera volver a ver a Amélie de carne y hueso, no obstante en estos momentos vuelo hacia la historia que quise forjar antes de conocerla. Fácil es escribir “hasta pronto” para no caer en la cruz del “adiós”, ingrata escala de mis andares, sin embargo en la pronunciación hay dificultad: quiero verla otra vez.

-Oye, ¿quién dices que te dio los chocolates?
-¡Amélie Poulain!
-En verdad que estás loco.
-Lo estoy.


Un momento, Amélie de película tenía un vínculo con las fotografías; Amélie real lamentó que no exista imagen de nuestro encuentro. Si ella lee esto, aquí dejo una postal de sus chocolates, los que prometí comer en el desconocido, ahora ya conocido, volado de una despedida repleta de incertidumbre por no saber si confirmar el adiós o alimentar el hasta luego.


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