Una vez en el aire, todo se esfuma.
O eso es lo que se cree.
Abordamos el avión. Mi
acompañante observa que saco una bolsa de chocolates de la mochila y pide que
le obsequie uno. Le digo que sí, pero que por favor espere hasta que despegue la
aeronave.
-¿Quién te los dio?
-¡Amélie Poulain!
Exagero contándole con entusiasmo
de merolico que fue regalo de alguien que no conoce, de alguien que se asemeja
al personaje femenino de la película dirigida por Jean Pierre-Jeunet. Le hablo
de una chica risueña, guapa, noble, sumergida en su benévolo mundo, un mundo de
diversas locuras que para ella son complejidades de carácter, y para mí fragmentos
de una personalidad inquieta y fascinante que posee.
-Jajajaja, estás loco. Anda, ya
despegamos, dame un chocolate.
Por supuesto no me ha creído. Le
doy un chocolate, lo devora, se relaja y cierra los ojos porque el viaje de
regreso a casa permite dormir aunque sea un par de horas. Mientras tanto, yo
apunto la mirada hacia la ventanilla para sellar el retorno a mi hogar, Playa
del Carmen. Acto seguido coloco audífonos en mis oídos para extraviar el
pensamiento con la música almacenada en mi móvil. Con calma saboreo y trituro
los chocolates restantes para cumplir así con la promesa hecha a la señorita
que me los dio el día anterior. “Te los comes hasta que estés en el avión”,
sentenció con una sonrisa estilo Poulain. Contemplo las nubes. Claudico y
atiendo al pensamiento.
Hay historias que no merecen punto final.
Ya que mi acompañante se ha
dormido, y no me creyó, se la comparto a usted lector. ¿Estamos? Conocí a una
Amélie Poulain de carne y hueso, nada de ficción. Si usted quedó cautivado por
la interpretación de Audrey Tautou, imagínese cómo es la sensación cuando un
personaje real similar logra el mismo impacto, si no es que lo supera. Está
bien, no me lo diga, siéntalo.
Por azares del destino, sí, vamos
a responsabilizar al destino, nos conocimos. No tiene idea de lo agradable que
resulta para un hombre con pasado rocoso
atreverse a reír, sincerarse y disfrutar de pequeñas cosas desconocidas, u
olvidadas, con una dama ajena al patrón de estándares conocidos o dominados
según las experiencias vividas por un tipo con tramo recorrido sobre campos de guerra. Mejor aún cuando, sin
ella saberlo, me hizo caminar por calles que antaño fueron gratos instantes de
juventud y no estaban en mis planes transitar. No tiene idea de lo que significa
doblegar el dolor para poder dimensionar lo bello que es vivir gracias a pasos
lentos, pestañas hermosas, charla amena y sueños contagiosos. Vaya, como lo
plasma Arundhati Roy en su novela El dios
de las pequeñas cosas. No tiene idea…
Tal dicha conlleva un riesgo.
Permítame preguntarle cómo
reaccionó cuando terminó la película Amélie.
Seguro quería volver a ver el filme, volver a ser partícipe en las andanzas de
Poulain. Bueno, la ventaja que ofrece el cine con una película hoy día es que
puede perdurar, es repetible y se puede conseguir con facilidad. La realidad es
distinta.
Quisiera volver a ver a Amélie de
carne y hueso, no obstante en estos momentos vuelo hacia la historia que quise
forjar antes de conocerla. Fácil es escribir “hasta pronto” para no caer en la
cruz del “adiós”, ingrata escala de mis andares, sin embargo en la
pronunciación hay dificultad: quiero verla otra vez.
-Oye, ¿quién dices que te dio los
chocolates?
-¡Amélie Poulain!
-En verdad que estás loco.
-Lo estoy.
Un momento, Amélie de película
tenía un vínculo con las fotografías; Amélie real lamentó que no exista imagen
de nuestro encuentro. Si ella lee esto, aquí dejo una postal de sus chocolates,
los que prometí comer en el desconocido, ahora ya conocido, volado de una
despedida repleta de incertidumbre por no saber si confirmar el adiós o alimentar el hasta luego.