Debo ser honesto, nada gano con mentir. La primera vez que deposité mis ojos en ella fue gracias a sus piernas bien torneadas y nalgas firmes. Si, ya sé, "hombre tenías que ser, así son todos". Perdonen, pero es imposible negarse a la contemplación, ya sea explícita o disimulada cuando se tiene un escultural cuerpo de amazona en las narices. Obvio, tal impacto, al que también podemos calificar de encanto, sólo sirvió para motivar el deseo de verla una segunda vez.
La segunda ocasión fue distinta. Su enojo y mal carácter ni siquiera dieron oportunidad para asomarme a apreciar su figura. Estaba de malas, muy de malas. Una bronca le había estallado encima, entiéndase reflejada en un rostro colorado del coraje y distorsionado por un malestar que buscaba desquite con lo que se atravesara en el camino. Manoteaba, gritaba a un muchacho. Con la sensatez por evitar ser parte de un conflicto desconocido para mí, di la media vuelta desde la esquina donde observé su ira y me fui a otro lado.
Por supuesto que hubo una tercera vez y ahí todo cambió. Entré a su negocio con intención de saludarla de manera jovial, incluso con ganas de invitarla a salir, sin embargo noté de inmediato su mirada triste extraviada en un teléfono, un aparato al que sostenía en balde porque ni lo pelaba, parecía una estatua sin chiste. Fue entonces que puse atención en su rostro, un bello rostro de piel delicada que complementaba la hermosura de su cuerpo pero que contrastaba con los ojitos apagados.
-¿Qué tienes?-, pregunté con la inercia de la repentina cortesía que surge ante situaciones de melancolía ajena.
-Nada, nada, no pasa nada-, respondió seca, con tono cortante.
Reparé en otra novedad: su voz. La escuché por primera vez. Después de los eternos cinco segundos de silencio incómodo que suelen registrarse en charlas que recién comienzan o están a punto de concluir, ella se dispuso a atenderme como cliente que soy de la tienda que despacha. Pedí lo que necesitaba.
-Perdona, pero me parece que eres demasiado joven como para tener una mirada así-, dije sintiéndome un estúpido mientras pagaba.
Fue lo que se me ocurrió, o mejor dicho lo que me nació decir. No es que uno sea demasiado viejo, o un hombre para exclamar “uy, qué bárbaro, ¡cuánta experiencia!”, no, tampoco es para tanto. Es algo tan simple como conocer ese tipo de mirada, una mirada que muchos sabemos identificar en el trayecto de nuestros andares cuando hemos sido autores o víctimas de tal estampa en una mujer.
-Ya tengo 22 años, no soy una niña-, reviró tajante, con un timbre duro, como si con eso quisiera excusar que ya cuenta con edad autorizada para atormentar de forma consciente su vida.
La escena fue interrumpida por el mismo chico que la había hecho enojar. Resultó que era su novio, quien la abrazó y besó sin ninguna muestra de afecto por parte de ella. Recibí mi cambio, me despedí. En tanto, ella enmudeció.
Retorné a casa pensativo por la revelación de su edad. Es difícil asociar la frescura de 22 años con la mirada triste de una mujer envuelta en un rictus endurecido. Me arrebató el sueño de toda una noche, pero ¿por qué? “Hay veces que el silencio es la respuesta más inteligente”, escribe Arthur Golden en Memorias de una geisha. ¡Claro! También me atraía de ella el enigma de su tristeza, de su penar.
Toda vez que amaneció fui a visitarla con la firme convicción de confesarle que quería saber más sobre su vida. Fui recibido con regaños por meterme en lo que no me importa, con advertencias de que cuidara más mi boquita antes de emitir opiniones sobre las miradas de las personas. Me apuntó con el dedo, habló con fluidez.
-Me vale madre si crees que soy una altanera, una grosera o una verdulera. Lo que sí te dejo claro es que tú a mí no me vas a criticar la mirada. ¿Entendiste o te lo repito?-, explayó tal cual Isela Vega en sus épocas de sex symbol con temperamento temible.
Comencé a reírme, ella hizo lo propio.
A partir de ese instante conozco más sobre sus silencios. Lo hago a la distancia de su mirada, lejos de sus tristezas.
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