viernes, 4 de noviembre de 2016

La mirada de una geisha


Debo ser honesto, nada gano con mentir. La primera vez que deposité mis ojos en ella fue gracias a sus piernas bien torneadas y nalgas firmes. Si, ya sé, "hombre tenías que ser, así son todos". Perdonen, pero es imposible negarse a la contemplación, ya sea explícita o disimulada cuando se tiene un escultural cuerpo de amazona en las narices. Obvio, tal impacto, al que también podemos calificar de encanto, sólo sirvió para motivar el deseo de verla una segunda vez.
La segunda ocasión fue distinta. Su enojo y mal carácter ni siquiera dieron oportunidad para asomarme a apreciar su figura. Estaba de malas, muy de malas. Una bronca le había estallado encima, entiéndase reflejada en un rostro colorado del coraje y distorsionado por un malestar que buscaba desquite con lo que se atravesara en el camino. Manoteaba, gritaba a un muchacho. Con la sensatez por evitar ser parte de un conflicto desconocido para mí, di la media vuelta desde la esquina donde observé su ira y me fui a otro lado.
Por supuesto que hubo una tercera vez y ahí todo cambió. Entré a su negocio con intención de saludarla de manera jovial, incluso con ganas de invitarla a salir, sin embargo noté de inmediato su mirada triste extraviada en un teléfono, un aparato al que sostenía en balde porque ni lo pelaba, parecía una estatua sin chiste. Fue entonces que puse atención en su rostro, un bello rostro de piel delicada que complementaba la hermosura de su cuerpo pero que contrastaba con los ojitos apagados.
-¿Qué tienes?-, pregunté con la inercia de la repentina cortesía que surge ante situaciones de melancolía ajena.
-Nada, nada, no pasa nada-, respondió seca, con tono cortante.
Reparé en otra novedad: su voz. La escuché por primera vez. Después de los eternos cinco segundos de silencio incómodo que suelen registrarse en charlas que recién comienzan o están a punto de concluir, ella se dispuso a atenderme como cliente que soy de la tienda que despacha. Pedí lo que necesitaba.
-Perdona, pero me parece que eres demasiado joven como para tener una mirada así-, dije sintiéndome un estúpido mientras pagaba.
Fue lo que se me ocurrió, o mejor dicho lo que me nació decir. No es que uno sea demasiado viejo, o un hombre para exclamar “uy, qué bárbaro, ¡cuánta experiencia!”, no, tampoco es para tanto. Es algo tan simple como conocer ese tipo de mirada, una mirada que muchos sabemos identificar en el trayecto de nuestros andares cuando hemos sido autores o víctimas de tal estampa en una mujer.
-Ya tengo 22 años, no soy una niña-, reviró tajante, con un timbre duro, como si con eso quisiera excusar que ya cuenta con edad autorizada para atormentar de forma consciente su vida.
La escena fue interrumpida por el mismo chico que la había hecho enojar. Resultó que era su novio, quien la abrazó y besó sin ninguna muestra de afecto por parte de ella. Recibí mi cambio, me despedí. En tanto, ella enmudeció.
Retorné a casa pensativo por la revelación de su edad. Es difícil asociar la frescura de 22 años con la mirada triste de una mujer envuelta en un rictus endurecido. Me arrebató el sueño de toda una noche, pero ¿por qué? “Hay veces que el silencio es la respuesta más inteligente”, escribe Arthur Golden en Memorias de una geisha. ¡Claro! También me atraía de ella el enigma de su tristeza, de su penar.
Toda vez que amaneció fui a visitarla con la firme convicción de confesarle que quería saber más sobre su vida. Fui recibido con regaños por meterme en lo que no me importa, con advertencias de que cuidara más mi boquita antes de emitir opiniones sobre las miradas de las personas. Me apuntó con el dedo, habló con fluidez.
-Me vale madre si crees que soy una altanera, una grosera o una verdulera. Lo que sí te dejo claro es que tú a mí no me vas a criticar la mirada. ¿Entendiste o te lo repito?-, explayó tal cual Isela Vega en sus épocas de sex symbol con temperamento temible.
Comencé a reírme, ella hizo lo propio. 
A partir de ese instante conozco más sobre sus silencios. Lo hago a la distancia de su mirada, lejos de sus tristezas.


miércoles, 2 de noviembre de 2016

La realidad de ser una mujer plus size



Como actriz con sobrepeso, Mónica Garland se ha enfrentado a numerosos obstáculos que han puesto a prueba su resistencia, pero gracias a su valentía y paciencia ha podido superarlos.

Por: Karina González Fauerman
Fotos: Cortesía: Mónica Garland, Erik Sthal, Gilda Villareal, Blenda, Karen Quezada

Es talla 46 y pesa 150 kilos. Frecuentemente la barren con la mirada o le hacen comentarios como: "Qué bonita serías si te pusieras a dieta”. Y es que ser una mujer plus size ha sido por un lado un fuerte obstáculo y al mismo tiempo una oportunidad para que la actriz Mónica Garland se acepte como es y luche contra los estereotipos.
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“Hay muy pocas obras donde permiten a la actriz plus size ser protagonista. Alguna vez me hablaron para una audición y me preguntaron si tenía veinte años y era soprano. Les dije que sí, me dieron una cita y cuando me vieron estaban extremadamente molestos porque no daba el tipo. Nunca mentí, nadie me preguntó mi complexión. "


“A veces resulta molesto que casi casi tengo que pedir disculpas antes de pedir información o citas de casting. -Perdón, escribo para ver si cumplo con el perfil de mujeres latinas toda complexión porque tengo mucho sobrepeso-. Por supuesto mil veces eso significa un máximo de talla 34, explica Garland, quien empezó a tomar clases de canto y actuación a los 16 años y cuyo mayor sueño es ser una actriz reconocida."


En un medio en el que la mayoría de las veces todo se resume a "les gustas o no", Mónica tardó en entender que su carrera es de resistencia y se obligó a ser valiente.


Además, gracias a la visión abierta de algunos directores y a que el público pueda olvidarse de “Mónica, la gordita”, ha tenido la fortuna de hacer personajes que no son normalmente interpretados por actrices plus size como una niña de 12 años que va a un concurso de deletreo  y una joven soñadora enamoradiza que en segundo acto se vuelve una ama de casa rica.

“Cuando recibo el aplauso del público toda la negatividad sale de mí y agarro fuerzas”
, subraya la artista, quien actualmente participa en la obra “La Sirenita” en el personaje de la bruja Úrsula.


Para fortalecer su autoestima, Mónica siempre trata de demostrarse que puede hacer lo que hacen las chicas de talla regular, razón por la que en una ocasión participó en un concurso de belleza y obtuvo el primer lugar. Además, ha trabajado en montajes como el de #PincheGorda en el cual hay un texto que dice que a la gente no le gusta lo que es diferente.

“Pienso que la discriminación se da en especial al género femenino: no es lo mismo ser un hombre gordo a una mujer gorda. Hay que dejar de juzgar y ser empáticas.


“La sociedad debería de estar abierta a respetar a las mujeres plus size o de talla regular, a las de la tercera edad, a las niñas, a las que tienen alguna capacidad diferente o alguna enfermedad, como Delta Burke, quien era reina de belleza y subió de peso por un padecimiento. Entonces decidió que el hecho de tener sobrepeso no significaba ser fodonga o fea y creó su propia línea de ropa”, agrega Mónica.

Cultiva su talento
Para ser una mejor actriz, Mónica se prepara continuamente. Procura leer y ver mucho teatro y trata de observar mucho a las personas. 


“Tengo la fortuna de ser maestra y al conocer a mis alumnos y ayudarlos a pulir su talento crezco mucho como actriz. También asisto a cursos y clases”.

A las personas que quieran dedicarse a la actuación, les aconseja que se preparen y que se armen de paciencia: los papeles, aunque tardan, llegan. 

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“Siempre va a haber gente que quiera hacernos menos y depende de uno mismo hacerles caso o no. Estar en el escenario hace que el trabajo, los corazones rotos, las tristezas y cualquier malestar valgan la pena”, concluyó Mónica.